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Mis crímenes literarios

Hay una insistencia patológica en la circularidad, en que nada quede inconcluso, en no dejar nada a la imaginación, en un eterno retorno a las causas primigenias. Nada es lo que no parece ser. Todo debe tener un sentido, como si se intentara que la realidad lo tuviera. Todo lo útil al relato está remarcado con una línea tan gruesa que la sorpresa final solo puede darse en las ultimas oraciones, y en la cabeza del personaje (siempre principal). El pensamiento que se pretende a sí mismo revelador remata los cuentos apurado, como haciendo fuerza para que todo el resto tenga sentido. Y este es uno de los síntomas inequívocos de tener realmente muy poco que decir. El otro es el desarrollo argumental invariablemente mental. El mundo no se mueve, solo se disparan neuronas. El personaje es generalmente un holgazán que debe moverse porque no tiene otra opción, y aquello que busca no es más que la satisfacción de un vicio (whisky, sexo, guita) y no deja lugar posible al lector para sentirse identificado más allá de la superficie.
Esas mentes paranoicas piensan cosas que nadie piensa, y siempre vuelven al punto de partida, logrando nada o muy poco, y aún menos en el lector.
La frase armada, el motivo y la metáfora se repiten hasta el cansancio, de forma insoslayablemente evidente. El vestido rojo, el miedo al olvido, el tipo contemplativo cuasi-paranoico, lleno de falsa esperanza y conceptos a medio entender se gasta rápidamente. Esta recursividad funciona como burbujas, perfectamente redondeadas, pero todas iguales, transparentes pero sin misterio más que una momentánea tención superficial, todas con un claro origen común, pero siempre el mismo, y todas tan pasajeras y devotas a su única labor que la vista no volverá a ellas pasada la infancia. 

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Rave

To Dylan Thomas, the bluffer.   Go drunk into that dark night. Rave, rave with your self’s shadow, dance. Dance to electric, acid drums. Go drunk into that dark night alight by fluorescent wristbands. Rave against living, against dawn.   Lay bare, under a dark sky, what we all are. Go to the bathroom stalls, past the raving crowd, break in line and start a fist fight. Get drunk and  scarred, animal. Smile, neon bloodied, at oblivion. Rave against all lights unflickering, against all unbroken bones, against those who dance and those who don’t: be an asshole. And dance, dance electric seraph, dance, dance to acid drums.

Manuscript found in Lord Byron’s bookcase

                                                                                                                                                                                                                            To Percy, light upon his waterbed.     I’m the Scorpion King.   Beware, not the Camel King, nor, albeit my rattling ways, a snakish one.   My reign is a desolate wasteland which I, myself, have created. Where dumb-dumb  Ozymandiases  rust. Where mythologies go to die like an, oh so secretive, fart. Far away enough of people so they can pass quietly and unheard.   My reign is also of venom: purulent, vicious. Highly alcoholic melancholy, not of lethargic rest but instead breeder of anxious sleep, of bad poetry during late hours best served for onanistic endeavors.   ¡Behold the Scorpion King!   ¡Behold my drunkenness, ye mighty, and compare: the width of your temples to the size of my ding-dong!   Only one of them remains. Funny looking scorpion tail amidst ass and belly

También el jugador es prisionero

   Apoyó la mano sobre el mármol frío y sus dedos todavía húmedos dejaron cinco cicatrices translucidas. La tenue luz que se filtraba por la persiana a media asta cargaba el monoambiente de un gris que emulaba el de la mesada que acababa de rasgar. Afuera otro chaparrón veraniego parecía inevitable.   Un rayo de luz se dobló en su iris en el ángulo correcto como para, por una fracción de segundo, hacerlo alucinar un fantasma sentado en la silla de la computadora. Una tosca fotografía de él : pura silueta, puro recuerdo subconsciente del contacto de su piel. Lo corrió de su lugar y, todavía semidesnudo, se sentó a terminar de leer el poema de Ascasubi. El examen final que estaba preparando, y algunas otras cuestiones, lo tenían lo suficientemente ansioso como para haber necesitado aquella ducha en primer lugar. Toda la cosa le estaba llevando mucho más tiempo del que estaba dispuesto a reconocer y hacía relativamente poco que al amparo de la mitología borgiana sobre los cuchilleros h