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Millennial 30 (El Rojo)

Los primeros en darse cuenta fueron una pareja que miraba el atardecer. Sus cuerpos cayeron pesadamente a la arena desde lo alto del mirador. Eso fue poco segundos antes de que la mayor parte del tránsito mundial se detuviera.
En las capitales mundiales lo agresivo de los avisos publicitarios tomaron su parte, y en las zonas apartadas la vida silvestre fue suficiente: una flor, algún pajarito, un niño llorando, una manzana. Pero el verdadero problema era que el género humano ya llevaba la maldición dentro suyo, mucho antes de aquella pareja: el color rojo había empezado a matar a todo el que lo viera.
Cuando el corazón del padre se detuvo por mirar el semáforo y el de la madre por ver la sangre que le manaba de la nariz, el niño se transformó en una bomba. Hasta que se vio en el retrovisor. Llovieron aviones, y fue imposible contar los cuerpos que habían caído al levantar la vista a una publicidad de Coca Cola, o McDonald's; o Toyota o Shell, o Nestlé o Nintendo, o CNN, o Exxon. Y cada alarma o alerta se transformó en una masacre. Cualquiera que prendiera un cigarrillo, que apreciara una prenda, que abriera una heladera, que se levantara del sillón frente al televisor o que se quedara sentado, o que se ruborizara, falleció al instante. Los labios pintados se volvieron un arma de destrucción masiva y algunas pelirrojas asesinas en serie.
Las banderas de los países eligieron sus destinos y los nacimientos cesaron en minutos. Nunca una hormiga había sido tan peligrosa ni un tobogán sinónimo de muerte. El mundo les perteneció a los daltónicos y a los ciegos, que tuvieron demasiado miedo de sangrar como para encontrarse, y solo retrasar lo inevitable. Pronto la naturaleza lo cubriría todo de verde, y el neón humano no brillaría más bajo el sol luciferino.   

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